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J.G. Ballard: los mitos del futuro y la arquitectura de la desolación

Por Naief Yehya


Este autor está más allá de la ayuda psiquiátrica. ¡No publicar!
Esta fue la conclusión definitiva a la que llegó un anónimo dictaminador al que se le comisionó leer la polémica novela Crash (1973), de James Graham Ballard. Quizás este juicio aparentemente histérico no hubiera pasado de ser una nota cómica o un comentario ridículo e insignificante en la biografía de un autor que hoy es universalmente reconocido como un prolífico visionario, sin embargo en buena medida esas palabras reflejan la sensación de incomodidad, angustia e incluso malestar físico que puede producir esa y algunas más de las obras de este exestudiante de medicina. Finalmente la irritada espontaneidad de esas palabras es el tipo de reacciones que Ballard busca provocar con su narrativa para despertar la humanidad del lector.


Ballard es considerado por muchos como un autor de culto de ciencia ficción, como uno de los pilares de la imaginería cyberpunk y como el padre de una de las novelas más transgresoras de la historia. La realidad es que este autor es mucho más que un gurú posmo o que un ídolo de las masas adolescentes. Aparte de ser un extraordinario narrador, Ballard es un feroz crítico social que ha consagrado buena parte de su obra a analizar la manera en que la tecnología articula y vuelve posibles los peores impulsos de la gente. El autor de Noches de cocaína se ha dedicado a explorar y disecar lo que denomina la “mitología del futuro”: la colección de iconos, imágenes, patologías y obsesiones que han surgido tras la Segunda Guerra Mundial.
Hace más de 20 años que Ballard no escribe ciencia ficción y la mayoría de sus obras más conocidas no pertenecen realmente a este género, al que acertadamente considera como una rama menor de la tradición de los relatos cataclísmicos. Y precisamente, si sobre algo ha escrito este autor es acerca de catástrofes devastadoras de mundos, a las que concibe como metáforas de “la destrucción de la imagen del escritor mismo” y a la vez como “un intento por confrontar a un universo sin sentido al desafiarlo en su propio juego” .


Ballard se dio a conocer fuera de los círculos de aficionados a la ciencia ficción cuando en 1987 Steven Spielberg llevó a la pantalla su novela, El imperio del sol, el recuento semiautobiográfico de su infancia en China. Ballard nació en 1930 en el seno de la burguesía inglesa radicada en el asentamiento internacional de Shangai; una comunidad que vivía rodeada de servidumbre y aislada de la realidad de ese país asiático. Ese mundo de privilegio se colapsó cuando Japón invadió China en 1936 y tocó a Ballard fue testigo de las atrocidades cometidas por las tropas niponas en contra de la población china. En 1943, tras el ataque japonés a Pearl Harbour, su familia, al lado de cientos de inmigrantes occidentales, fueron desplazados de lo que quedaba de su idílico paraíso colonial al campo de concentración de Lunghua. Si bien es obvio que su experiencia durante la guerra y los dos años y medio que pasó en ese encierro fueron unas de las principales influencias de su literatura, Ballard asegura que de lo que nunca pudo recuperarse fue del choque cultural que sufrió a su “retorno” a Inglaterra (un país que le era completamente extraño). “Cuando llegué en 1946 encontré que Londres parecía Bucarest con cruda –montañas de escombros, un pueblo exhausto, derrotado por la guerra, y todavía engañado por la retórica churchilliana, que tropezaba por el paisaje devastado de pobreza, folletos de raciones y grotescas divisiones sociales” .


Historias apocalípticas
En casi medio siglo Ballard se ha reinventado varias veces, y ha pasado de la fantasía de anticipación a la novela de la posguerra, de la ficción experimental de vanguardia al modernismo clásico, de la narrativa de aventuras al posmodernismo, de la necro-tecno-pornografía a la novela de misterio y la intriga policíaca. Ballard es un formidable cuentista (18 colecciones de relatos publicadas) pero por motivos de espacio nos concentraremos aquí tan sólo en sus novelas (16 publicadas); en las primeras cuatro de ellas Ballard realizó una exploración elegante y sistemática de la naturaleza de las catástrofes. En cada una de las novelas de esta tetralogía el mundo es destruido por un elemento distinto: el aire en The Wind From Nowhere (El huracán cósmico o El viento de la nada, 1962), el agua en The Drowned World (El mundo sumergido, 1962), el fuego en The Drought (La sequía, 1964) y la tierra en The Crystal World (El mundo de cristal, 1966).
Cambios dramáticos en su vida, como la muerte accidental de su esposa, llevaron a Ballard a dar un giro brusco a su carrera, en cierta forma abandonando el éxito y reconocimiento que comenzaba a cosechar en el medio de la ciencia ficción. Después de tres años de trabajo terminó La exhibición de atrocidades (1970), un texto críptico, híbrido y delirante, una novela fragmentaria y profética que algunos se han atrevido a comparar con la laberíntica obra maestra de James Joyce, Finnegan’s Wake. En este complicado collage en el que conviven se funden y chocan diversos géneros, se establecen vibrantes contrapuntos entre incontables listas (algunas auténticamente irritantes como la de Las Generaciones de América, que consiste en una lista de nombres sacados de los créditos de las revistas Time, Look y Life), oscuras referencias a acontecimientos históricos y brutales recuentos de desmembramientos y mutilaciones sexuales que hacen pensar en los pasajes más intensos del Marqués de Sade escritos como si fueran informes corporativos. Este libro, que sigue hoy tan actual como hace dos décadas, ofrece una prodigiosa disección del abigarrado bombardeo de información y entretenimiento al que nos somete la mediosfera. Ballard inventó un discurso poético para la era de la televisión y pudo anticipar que el culto de las celebridades, el voyeurismo, la necrofilia y la fascinación con la violencia extrema se transformarían en obsesiones de la cultura popular. Aunque él mismo ha señalado que no hacía falta una gran habilidad profética para imaginar cual sería el legado de las décadas de los 60 y 70, pudo ver como se trazaba la historia del futuro cercano en nuestras tecnologías y supo que éstas nos ofrecerían más y mejores herramientas para explorar nuestras perversiones más infames.


La exhibición de atrocidades, es una vertiginosa provocación en diferentes niveles, tanto por el lado formal como por el discurso netamente sádico que confrontaba al lector con la grotesca explotación toda clase de horrores corporales. Pero por otro lado el libro ofrecía también un nivel de subversión política como en el capítulo Porque me quiero coger a Ronald Reagan, en el cual se explica, entre otras cosas y en un tono seudo científico, el papel conceptual, la personalidad y las fantasías eróticas provocadas por las características corporales y faciales de Reagan. Este texto provocó en 1970 que el editor Nelson Doubleday triturara el tiraje completo del libro recién impreso. Lógicamente Ballard tuvo que conseguir otro editor. Porque me quiero… fue impreso en papel con apariencia oficial y fue repartido clandestinamente entre los delegados de la Convención Republicana de 1980, quienes lo aceptaron como si se tratara de un documento creado por un “think tank” de relaciones públicas, con el fin de mejorar la imagen pública del entonces candidato presidencial.
En 1972 Ballard organizó una exposición de autos chocados en una galería de arte de Londres. La respuesta del público fue extraordinaria ya que los autos desfigurados provocaron numerosas respuestas intensas y emocionales, desde una salvaje borrachera colectiva en la noche de la inauguración hasta un intento de violación en el asiento trasero de uno de los coches. Los autos fueron objeto de rabiosos y catárticos ataques por parte de los visitantes de la galería. Chatarra que en la calle hubiera pasado desapercibida adquiría en ese contexto un aura provocadora y hasta insultante.


Esa exposición convenció a Ballard de la necesidad de explorar el significado cultural de los choques de autos y sus vínculos entre la sexualidad. El resultado fue Crash (1972), su obra maestra y una novela prodigiosa que trasciende el sensacionalismo y la morbosidad al lograr penetrar los mecanismos de defensa de la conciencia para afectar las emociones del lector. Crash fue escrita a la sombra de los asesinatos de Kennedy, Martín Luther King, la guerra de Vietnam y la lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos. Esta es una novela extraña, cruel y desesperanzada, una obra escrita con una narrativa relativamente convencional y un literalismo descarnado. Aquí se narra la relación del protagonista, James Ballard, con Vaughan, un hombre obsesionado por la sexualidad de los accidentes automovilísticos, quien desea morir en un choque al lado de Elizabeth Taylor. Vaughan hace el papel de Virgilio al guiar al protagonista por los infiernos de la perversión motorizada hasta encontrar su propia redención entre los escombros de un auto destrozado.
Para Ballard los choques de autos eran una metáfora de la manera en que la violencia comenzaba a dominar a la cultura pop y a sustituir o a metastasiar al sexo. El novelista ponía en evidencia con esta novela la función de los choques en el imaginario colectivo. En el cine y la televisión los accidentes de autos eran puestos en escena cada vez con mayor violencia y espectacularidad. Lo que pretendía ser realismo era tan sólo una representación cosmética e ideológica del impacto entre símbolos, representados por vistosas coreografías de metal retorcido y fuego. Los choques mediatizados eran imágenes rodeadas de clichés que se repetían obstinadamente, como si fueran secuencias orgásmicas de filme pornográfico.


Precisamente cuando se publicó esta novela tenía lugar el boom y la breve edad dorada del cine pornográfico. Paralelamente, en el cine comercial comenzaban a incluirse mayores dosis de sexualidad y violencia, a menudo relacionada con persecuciones y por supuesto con choques de autos. De tal manera se establecía un fuerte vínculo en el Zeitgeist entre los coches y el sexo. Crash es una experiencia sin precedente y no es demasiado aventurado señalarla como una de las obras más importantes y representativas del siglo pasado.
En 1997 David Cronenberg dirigió una adaptación de Crash que respetaba fielmente el texto original. La cinta fue motivo de escándalo y de un auténtico episodio de pánico moral. Incluso el propio Ted Turner, quien era propietario de la distribuidora Fine Line, la cual tenía los derechos de la cinta, trató infructuosamente de impedir que se exhibiera en los Estados Unidos. El diario London Standard la denominó como una obra que estaba ¨más allá de las fronteras de la depravación” y varios políticos lograron prohibir su proyección en ciertas partes de Londres. Finalmente la película terminó distribuyéndose en video y la histeria desatada quedó en el olvido.
A Crash le siguió otra novela que comenzaba con un accidente automovilístico, Concrete Island (Isla de concreto, 1973). El protagonista, Robert Maitland, pierde el control de su Jaguar y termina estrellándose en una de las islas en medio de la autopista. Maitland queda herido y se convierte en una especie de Robinson Crusoe urbano, al quedar varado en un espacio ahistórico donde descubre las ruinas de una civilización olvidada (autos chocados, sótanos misteriosos, casas victorianas derruidas y pequeñas calles cerradas) y a un par de seres marginales que han aceptado la imposibilidad de escapar esa prisión.


Las siguientes tres novelas giran en torno a otros personajes situados más allá de las fronteras de la modernidad: en High Rise (Rascacielos, 1975) los habitantes de un edificio viven atrapados y aislados en sus departamentos en estado de permanente paranoia; en The Unlimited Dream Company (Compañía de sueños ilimitada, 1974) un accidente de aviación otorga extraños poderes al piloto caído quien se torna en una especie de dios y transforma con su semen una zona urbana en un paraíso; y en Hello America (Hola, América, 1981) un grupo de científicos y aventureros viajan a Estados Unidos años después de que un cataclismo ha transformado al país en un inmenso desierto. Ballard publicó en 1984, la antes mencionada El imperio del sol, su autobiografía y la primera novela que no contenía elementos surrealistas ni de especulación futurista. En 1991 publicó otro libro semiautobiográfico, The Kindness of Women. Estos recuentos confesionales ofrecían nuevas claves para entender a este autor pero a la vez establecían un juego de espejos y falsas pistas que confundían al Ballard “real” con el Ballard “ficticio” que protagonizaba Crash y otras de sus obras. A partir de El imperio del sol, la literatura de Ballard ha adquirido un tono más sarcástico, quizás porque como él señala, “Cuando eres un escritor joven quieres cambiar al mundo, pero cuando llegas a mi edad te das cuenta de que nada cambiará, no obstante sigues adelante” .


Piscinas secas, autopistas solitarias y otras ruinas del futuro
Sus libros más recientes, como Running Wild (1988), Cocaine Nights (Noches de cocaína, 1994), Rushing To Paradise (1996) y Super-Cannes (2000) están cerca de la novela de misterio o la intriga detectivesca pero están protagonizados por los mismos seres fríos y desafectados de sus anteriores novelas, además de que también se desarrollan en las mismas zonas anónimas o de transición que ha explorado en sus trabajos anteriores. En ellas el paisaje está dominado por la desoladora uniformidad de obras faraónicas impersonales, así como por construcciones carentes de referencias culturales específicas, a menudo divorciadas de cualquier función social o transformadas en ominosa basura imposible de desechar. Los paisajes de Ballard están marcados por la globalización de un estilo arquitectónico institucional e inhumano que se manifiesta en forma de vastos complejos habitacionales para retirados, bunkers decrépitos, bases espaciales corroídas por el óxido, comunidades burguesas amuralladas, ciudades inteligentes deshabitadas y megacentros comerciales en quiebra. En estas obras la arquitectura se transforma en una especie de molde psíquico que conforma y manipula a los individuos.
La literatura de Ballard tiene una consistencia notable e independientemente del género que utilice continuamente regresa a sus temas y obsesiones. Parece un lugar común decir que Ballard describe con frialdad clínica y precisión analítica, sin embargo dichos adjetivos son inevitables para definir su siempre presente economía narrativa. El trabajo de este autor está influenciado por el existencialismo, el surrealismo, el cubismo y el dadaísmo entre otras corrientes de pensamiento y escuelas artísticas del siglo XX. Así mismo su literatura parece encontrar la inspiración en textos tecnológicos y científicos (particularmente por su uso de la jerga médica y sicoanalítica) y en la obra de numerosos pintores (Dalí, Max Ernst, Tanguy). La prosa Ballard está en deuda con William Burroughs, Antonin Artaud, Joseph Conrad e incluso Lev Tolstoi, y puede transitar de la poesía al pulp, pasando por la reflexión filosófica y la escritura automática.


Pero a pesar de esta versatilidad, energía y de su innegable maestría estilística, la obra de Ballard siempre estará estigmatizada por el “toque de bochorno asociado con un escritor que opera, aunque sea de manera indeterminada, en el género de la ciencia ficción”, como escribe Roger Luckhurst . A pesar de eso, Ballard se ha declarado en numerosas entrevistas orgulloso de ser en esencia un escritor de ciencia ficción, “la literatura más auténtica del siglo XX”. Ballard, quien ahora tiene 74 años, ha estado siempre al margen de la república de las letras. Y de la misma manera en que ha sido aceptado a regañadientes en la elite literaria, la mayoría de los escritores de ciencia ficción lo consideran un traidor, una influencia nociva y corruptora del género.
Desde hace 44 años Ballard vive en el amodorrado suburbio londinense de Shepperton (aunque actualmente pasa hasta tres días a la semana en Londres), una urbanización rodeada por autopistas, cercana al aeropuerto de Heathrow y a los estudios de cine de esa ciudad. El novelista ha utilizado a Shepperton, con su “ambiguo pero embriagador encanto, enajenación y anonimato” , como mirador privilegiado para contemplar el universo nihilista de la muerte de las ideologías y del afecto, un espacio hypermediatizado en el que la gente puede dedicar enormes recursos a nutrir y materializar sus más caras fantasías psicóticas.


Abolir el tiempo
Desde la década de los 70 Ballard ha venido proponiendo que el futuro está “…cesando de existir, devorado por un presente insaciable” . Una de las nociones más provocadoras de Ballard es su cuestionamiento de la idea del tiempo. En su “Proyecto de un Glosario para el siglo XX”, describe:
Tiempo internacional estándar: ¿Es el tiempo una estructura mental obsoleta que heredamos de nuestros antepasados distantes, quienes inventaron el tiempo serial como un medio para desmantelar la simultaneidad que eran incapaces de comprender como una totalidad? El tiempo debe ser liberado de los carteles y todo mundo debería poder elegir su propio tiempo.
Ballard ha escrito que la única diferencia entre una pintura surrealista y una clásica es que en la primera el elemento temporal no está determinado, mientras que en la segunda los personajes, paisajes y situaciones están perfectamente situados en el tiempo. Y ese principio lo ha aplicado sistemáticamente en su literatura al “sacar del tiempo” su narrativa ya sea mediante el recurso de la catástrofe (un acontecimiento brutal que detiene el flujo temporal), como al escribir acerca de interminables carreteras que aparentemente no llevan a ningún lugar, rascacielos abandonados, piscinas secas, estacionamientos desiertos y demás ruinas inmutables de una neurasténica sociedad de consumo. Los personajes ballardianos, así como el lector, al enfrentarse a estas estructuras descontextualizadas sufren una especie de primitivización, un aterrador retorno al origen, a un estado de ingenuidad y reflejos instintivos, un estado como el que llevó a un dictaminador encolerizado a desahuciar al autor de Crash.

martes

The Hacker


Si alguien encarna la esencia de la actual escena tecno francesa ese es Michel Amato, más conocido por su alter ego The Hacker. Este enamorado del legado musical de los 80 creció musicalmente rodeado de iconos como Cabaret Voltaire, Kraftwerk, DAF, etc. Estas referencias marcaron de por vida el talento de Amato y son las culpables de esa oscuridad y frialdad que impregna toda su discografía. Michel Amato empezó a ejercer de The Hacker en 1996 y tras el lanzamiento de innumerables maxis con diferentes discográficas, en 1997 se unió a su paisana Miss Kittin para poner las bases de lo que pasó a denominarse electroclash. Esa alianza ‘Miss Kittin & The Hacker’ editó dos Eps, ‘Champagne’ e ‘Intimitées’ con International Dj Gigolos, poniendo patas arriba el panorama musical con su revival ochentero descarado y facilón, y abriendo las puertas a otras formaciones que posteriormente se apuntaron al hype del momento para acabar desvirtuándolo y por ende destruyéndolo. Dos son los álbumes que engrosan su currículum. ‘Melodies En Sous-Sols’ el primero de ellos, publicado en el 2000 como primera referencia de Goodlife, sello del que es copropietario junto a Olivier Raymond aka Oxia y Alex Reynaud. En 2004 le tocó el turno al segundo, ‘Rêves Mecániques’ , trabajo en el que se desquitó definitivamente de esa vitola ‘clashera’ que le perseguía y en el que cruzó con mucho éxito su visceral electro old-school, tecno, EBM y electropop .


Volviendo al presente, The Hacker ha tenido la brillante idea, entre ‘bolo’ y ‘bolo’, de regalarnos nuevo material en forma de este 12” titulado ‘Art et Industries’ con dos temas inéditos. En la cara A se encuentra ‘It Was Tomorrow’ y sus 11 minutos de tecno en una vertiente bastante deep, monótono, gélido y futurista, presentando la cara más experimental de The Hacker. ‘Planet 89’ ocupa la cara B y cambia radicalmente de plano. Unas bases secas y contundentes, y un vocoder kraftwerkiano que no cesa de repetir ‘This Planet Must be Destroyed’, dan cobertura a este enérgico tema que se debate entre el electro de la vieja escuela y la EBM. Un verdadero revientapistas que ya ha sido utilizado durante muchos veranos en sus sets.
Leído acá.

jueves

El arte poshumano



Por Jorge Juanes

El hombre está empezando a llevar su cerebro fuera de su cráneo y sus nervios fuera de su piel; la nueva tecnología engendra un hombre nuevo.
MacLuhan.

Son muchos los que piensan que la relación afirmativa del arte con la tecnociencia puede conducir a una salida promisoria. Se trae a cuento, por ejemplo, el revulsivo que para las artes plásticas supuso el invento de la fotografía, o ya en el siglo xx, las influencias invaluables del cine, los nuevos medios audiovisuales y, en general, la cibercultura. La inserción creativa del arte en los medios no sólo supondría librarnos de la esterilidad y de la asfixia imperantes sino que posibilitaría, además, que el arte se asumiera en la contemporaneidad histórica desmarcándose, en consecuencia, del proceso de producción de obras muertas por anacrónicas. Argumentos que contribuyen a defender la idea de que la tecnoplástica debe tomar el relevo en el campo del arte. La cosa suena bien. Pero el asunto no deja de ser problemático, sobre todo si tenemos en cuenta que la tecnoplástica actual se cimenta en el cierre conceptual concretado como mundo poshumano (posbiológico) donde quedan canceladas, en términos absolutos, las prerrogativas del cuerpo y el plus insondable de la naturaleza en lo que puede considerarse una postración ante el determinismo tecnocientífico que viene a consumar, a su vez, al sujeto trascendental forjado por la metafísica de la razón: que renace ahora en la figura del cyborg.

Mark Dery (Velocidad de escape): El teórico de la inteligencia artificial Hans Moravec nos asegura tranquilamente que estamos a punto de entrar en un universo “posbiológico” en el que formas de vida robóticas capaces de pensar y de reproducirse independientemente “se desarrollarán hasta convertirse en entidades tan complejas como nosotros”. Pronto, insiste, descargaremos nuestros deseosos espíritus en la memoria digital o en cuerpos robóticos y nos libraremos de una vez de la débil carne.
Sin deseos o sueños, sin secretos o sentimientos, exento de fragilidad, frío e imperturbable, el cyborg resulta ser la condensación del hiperracionalismo occidental, el logro más alto tras siglos de cálculos, técnicas, estrategias de poder, culpabilizaciones religiosas del cuerpo, tabúes, etc., y cuyo resultado no debe sorprender: un pseudo cuerpo apático y dócil (sometido, usado, perpetuamente instrumentalizado) que permite cumplir el gran anhelo poshumano impedido por el hombre biológico y que supera con creces el propósito ilustrado de “convertirnos en amos y poseedores de la naturaleza”, a saber: salir de la Tierra, instalarse en otros planetas, competir ventajosamente con los dioses de antaño. Tecno-escatología cibernética (teología de la tecnología) en la que estamos inmersos y donde todo tiende a caer en las redes inmateriales de la economía informática y en el universo virtual del ciberespacio que considera a los hombres y a la naturaleza como entes descualificados, esto es, como meros signos informáticos. Ciertamente, el mundo poshumano acentúa la conceptualidad ontofóbico-sensualofóbica que dio origen a la modernidad. Desafección del cuerpo y de la materia que muestra la derrota definitiva del hombre de carne y hueso, humano, demasiado humano y, por lo tanto, poca cosa para aspirar a empresas radicalmente titánicas.
Bruce Sterling (Cristal Express, Madrid, Ultramar, 1992): ¡El conocimiento es poder! ¿Acaso crees que tu pequeña frágil forma –tus rudimentarias piernas, tus ridículos brazos y manos, tu minúsculo y arrugado cerebro– puede contener todo ese poder? ¡Por supuesto que no! Tu raza estallando en pedazos bajo el impacto de su propio saber. La forma humana primigenia se está volviendo obsoleta.


Las estrategias mediante las que el cuerpo poshumano y posevolutivo (las prótesis no esperan a que la biología traiga por sí mejoras corporales) se impone y se despliega, ilustran una concepción del espacio y del tiempo y del papel del hombre en el mundo que, tenía que ser, alcanza también al territorio del arte. Me basaré en el ejemplo de Stelious Arcadiou, Stelarc, tal y como lo expone Mark Dery en el citado libro. Stelarc propone una “estética protésica” que implica dotar al cuerpo biológico de electrodos y cables, ojos láser, un brazo automático (el tercer brazo) y un video. Cibercuerpo que opera, a su vez, en determinado ciberespacio y que, puesto ya en funciones, supera con creces al cuerpo-carne: le hace ver sus límites, su obsolencia y su anacronismo en asuntos artísticos. El arte poshumano se sustenta, en efecto, en el rechazo de formas expresivas o autobiográficas: “el cuerpo no como sujeto sino como objeto, no como objeto de deseo sino como objeto de diseño”. Y el artista cyberpunk exige eso: que sus actos se juzguen a partir de una terminología objetiva, desapasionada, fiel al cuerpo destripado y convertido en receptáculo de emisiones electrónicas. Se nos pide, en suma, dejar de lado categorías analíticas trasnochadas, por ejemplo, tanto las que tengan que ver con instrucciones del espíritu humano como aquellas consagradas a exaltar la entrega del cuerpo al infierno de la carne.
Sobra advertir que el entresijo de cables que impone sus reglas al cuerpo humano puede ser substituido por redes inalámbricas (la tecnofilia en acto equivale a la hipóstasis de lo obsoleto, ya que lo nuevo es de inmediato desplazado por lo “último” y así al infinito), pero el propósito nihilista de convertir la carne viva en carne muerta se mantiene en pie. Al respecto, Dery acuña una acertada imagen: “El cyborg stelarquiano es un monumento faraónico al cuerpo momificado que se marchita en su interior”. De seguir las directrices poshumanas, acabaremos desembocando en un mundo abstracto cuantitativo, impersonal y asexuado en que cada uno deviene representante reemplazable de la universalidad tecnológica. La era del cyborg requiere asimismo la substitución de la palabra incierta del existente mortal y frágil, por un orden determinado por el signo célibe. Célibe, puesto que el cyborg surge de la eliminación de cualquier deriva irracional, tarea insoslayable sin la cual no podríamos alcanzar el estado de pasividad (suspensión del deseo) requerido para que el cuerpo-prótesis opere sin interferencia alguna.
La modernidad alumbrada por la luz de la razón pura ha cumplido al final de su trayecto lo que prometió en sus inicios: lograr que todo sea indubitable, transparente, sin oscuridades o enigmas perturbadores. Una hiperrealidad en que esencia y apariencia son lo mismo. Es lo real como objeto absoluto, o sea, como realidad puesta por y para el sujeto de conocimiento y de dominio en que la “cosa en sí” –lo subyacente e impenetrable, previo al concepto– ha sido definitivamente olvidada. Olvido que ni siquiera es ya percibido como tal; la hiperrealidad poshumana (ciberpaisaje) es ahora principio y fin. Por lo tanto, no queda en adelante ningún secreto que indagar o ningún encantamiento que exorcizar pues lo que está ahí, el cuerpo y la materialidad artificales, pone de manifiesto la transparencia absoluta que la cabeza cibernética formula previamente.
La tecnociencia consumada, autorreferencial y concretada en el arte parte entonces de un cuerpo-prótesis ya dado, que, en términos meramente instrumentales, admite combinaciones innumerables aunque siempre controladas. Todo es eso: conectar y someter el otrora cuerpo deseante y sintiente a un mecanismo sometido a los ordenamientos de un entramado electrónico que anestesia los sentidos. El replicante toma la iniciativa pero, por lo que se detecta en los artistas robotizados, las máquinas poshumanas son todavía torpes y la realidad artificial suscitada resulta aún poco convincente. De allí que la única señal recibida de la puesta en acto que crucifica al hijo de la naturaleza, sea el tenue y gélido ruido proveniente de las imperturbables máquinas combinatorias empeñadas en derrocar la barrera del arte expresivo-formal (existencial, ontológico, sacro, estetizante...): concebido en los textos de los conceptuales y de los poshumanos como el último y enigmático reducto que aún se opone al deslumbrante poder del intelecto absoluto.
Hasta ahora nos hemos ocupado de la subordinación del arte a la epistemología y los modos del sujeto de conocimiento (principio de razón). Pero sería injusto pasar por alto ciertas consideraciones surgidas en el interior de la ciencia misma que, sorprendentemente, se fundan en premisas propias del arte: teoría del caos, geometría fractal e inexacta, sistemas no lineales. Aquí, al igual que en el arte radical, se parte de la entraña de lo cualitativo y lo que ello conlleva: el azar, la incertidumbre, el desorden y la inestabilidad, lo aleatorio y lo irregular. Figura del saber que al separar el espacio profano (contingencia del cosmos) del espacio de Dios (absoluto, sustraído a la contingencia), toma distancia respecto a la causalidad, la objetividad y el determinismo. La complejidad de la physis y el desorden creativo vuelven a cobrar vida. Dicho en lenguaje llano: las corrientes de aire y los ríos, el vuelo de una mariposa, las crisis y las inestabilidades, o sea, los atractores imprevisibles que dan lugar a los trastornos y mutaciones proliferantes de cualquier ente, encuentran, al fin, cabida en las fórmulas de los sabios.



Revaloremos los logros de la ciencia disidente y la capacidad inventiva de los científicos que la forjan, su creatividad, sus agallas para reconocer que el mundo obedece a un permanente juego de dados. La disyuntiva está abierta. Quizás el resurgimiento del arte tenga que pasar por la experiencia de su muerte, el grado cero, la distancia y el artificio extremo de lo poshumano. O por el contrario: aliarse a la ciencia concreta, desasistida del orden absoluto y de la voluntad de dominio. Sea lo que fuere, hay que agarrar al toro por los cuernos: ni postrarnos ante la cibercultura (electrónica, biotecnología, digitalización), ni negarla; sino meditar sobre la esencia de la técnica poshumana y sus consecuencias apoyándonos, de ser necesario, en los planteamientos de las ciencias abiertas a la vida. En efecto. Cuesta trabajo concebir una constelación artística en que lo trágico y lo cómico, lo sublime y el azar, la fealdad y lo lúdico, el temblor de muerte y la belleza queden cancelados en nombre de la omnipotencia cibernética que presume haber superado el carácter fallido y errante de los mortales. Creo que lo excluido debe volver por sus fueros: donde se habla de desmaterialización cabría hablar de rematerialización, o sea, de reinserción en el territorio del arte de la carne frágil y mortal y de la alteridad de la naturaleza; sigo pensando que lejos de proclamar la obsolencia de la vida terrenal debe vindicársela otorgándole al deseo y a la imaginación la figura de un destino plasmado de múltiples maneras, entre ellas –¿qué lo impide?–, la poética formal de la tecnoplástica.